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marzo 2001
Nº 75

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El ornitorrinco de la prosa
Juan Villoro

La crónica puede ser vista de muchos modos. En primer término, ha servido para desahogar cosas que no se pueden decir por otra vía. Desde principios de siglo, Martín Luis Guzmán encontró en la literatura sin ficción (El águila y la serpiente, Memorias de Pancho Villa) o en la narración ficticia de hechos políticos reales (La sombra del caudillo) un modo de contar verdades a contrapelo. En México, el momento decisivo para juzgar la libertad de expresión fue el 68 y las dilatadas heridas que abrió en nuestra sociedad. Durante el movimiento estudiantil hubo una muy tenue cobertura periodística de las demandas de los estudiantes. Los libros de Elena Poniatowska (La noche de Tlateloco), Luis González de Alba (Los días y los años) y Carlos Monsiváis (Días de guardar) contribuyeron a fijar una memoria que corría el albur de caer en el olvido. Ahí se dieron las verdaderas noticias del movimiento.

¿Hay un compromiso ético del cronista? El relato "Rashomon", de Akugatawa, demuestra que una misma anécdota puede ser vista en forma enteramente distinta por sus diversos testigos. El cronista modifica la realidad por el solo hecho de contemplarla. La crónica combina el sentido de los datos del periodismo con la capacidad de introspección de la literatura. En este sentido, no hay crónica objetiva. El único compromiso ético que me parece válido consiste en explicitar el punto de vista del cronista. No es lo mismo que alguien que ha asistido a cien peleas de campeonato del mundo narre un combate a que lo haga un neófito. Ambas crónicas son legítimas, pero es decisivo que se aclare desde dónde se miran los sucesos. Esto atañe no sólo a la voz narrativa sino a los demás testigos e informantes. Si un militante de la izquierda relata el congreso de su partido y entrevista a sus compañeros de ruta, es obvio que el resultado responderá a una agenda política muy definida. Es imposible rehuir la subjetividad; lo importante es señalar en qué medida influye en la percepción de los sucesos.

La crónica es el ornitorrinco de la prosa; incopora toda clase de rasgos ajenos. Es el más flexible de los géneros; se puede beneficiar del ensayo, la dramaturgia (las entrevistas concebidas como actos teatrales, la voz de proscenio de la que habla Tom Wolfe y que convierte a la opinión pública en un representante contemporáneo del coro griego), la narrativa (la evocación interior de los sucesos, al modo de Relato de un náufrago, donde García Márquez revive en primera persona un suceso que le ocurrió a otro). Se trata de un género muy versátil y que mejora por asociación: conocer las guerras púnicas y La Ilíada puede ser decisivo al momento de narrar un deporte; de igual manera, conocer la estructura de élites de una tribu y su comportamiento antropológico puede establecer un contrapunto con una crónica de costumbres de la alta sociedad del siglo xx.

Resulta casi imposible pensar en una gran novela del siglo xx que no sea al mismo tiempo un cuestionamiento de la forma novelística. La novela impulsa a violentar sus márgenes y a polemizar con sus principios. La crónica, en cambio, está pensada para su momento; no puede esperar a que el tiempo la redescubra o la incorpore. En este sentido, es un género contingente, sujeto a Cronos y sus tiranías. Una crónica de Miss Universo no puede confundirse con una visita a Marte, aunque se le parezca. La claridad, la legibilidad, el acuerdo de normas con la época son valores decisivos. En este sentido, es un género más servil. Por otra parte, la crónica tampoco puede escapar a sus temas. El cronista parte de la idea de que la realidad ha escrito un relato que se encuentra sumergido bajo los detalles prolijos y excesivos de lo que por convención llamamos vida real. Desentrañar ese relato es su principal aportación creativa. Sin embargo, no puede inventarse una historia; su desafío es que los sucesos reales y su significado profundo se justifican al articularse en una historia. Por otra parte, el cronista debe hacer creíble algo que ocurre sin propósito ni porqué. La realidad es abusiva, transcurre sin pedirle permiso a nadie, está llena de detalles innecesarios. Una de las frases más repetidas en México, país pródigo en desastres espectaculares, es que la realidad supera a la ficción. La frase es idiota porque ignora tanto el comportamiento de lo real como el de la imaginación. El cronista que se enfrenta a un hecho increíble, que supera a la ficción, debe encontrar los detalles y el tono literario (menos dramático que la realidad) que lo hagan verosímil. En cambio, el cuentista o el novelista encuentra sus mejores temas en el tratamiento original de sucesos comunes (a fin de cuentas, La Odisea es la historia de un hombre que quiere volver a su casa).

Nunca he escrito crónicas por ese sentimiento que suelen llamar responsabilidad social. Como digo en Los once de la tribu, lo hago por la más pedestre de las razones: salir al sol. De pronto me canso del aislamiento que supone escribir ficción y la crónica me parece un pretexto legítimo para visitar la realidad. Algunas crónicas responden a pasiones personales (el rock, el futbol), otras me interesan precisamente por ser muy ajenas a mi experiencia (el juego de pelota de los aztecas, el encuentro con una diva del cine). Lo decisivo es conservar la capacidad de asombro, ser el primer testigo deslumbrado por algo que merece una historia.