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marzo
2001
Nº 75

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El perfil de un fabulista
Jon Lee Anderson
Cuando comienzo uno de mis perfiles, generalmente me preocupo
menos por cómo reflejarlos en última instancia que por descubrir
su verdad. Es, de alguna manera, una labor detectivesca. La escritura
sólo surge una vez he adquirido una comprensión intuitiva
acerca de quiénes son realmente mis personajes, o de quiénes
creen ellos ser. Encuentro que, invariablemente, casi cualquiera tiene
una inquietud especial, un algo que los obsesiona y que tipifica ese momento
particular de sus vidas y también, de vez en cuando, puede revelar
mucho sobre su vida entera. En algunos casos, lo que preocupa a la gente
es algo que intentan ocultar; en otros, se trata precisamente de aquello
que quieren proyectar. Descubrir este algo es la clave esencial de mis
perfiles, y el proceso de encontrarlo es lo que me suministra la historia,
la cual siempre constituye el siguiente obstáculo y es tan esencial
para un artículo periodístico como para un relato de ficción.
Gabriel García Márquez enfermó de
cáncer linfático en 1999, en momentos en que me encontraba
escribiendo su perfil para The New Yorker. Por supuesto, éste era
su gran drama; pero él deseaba ocultar el hecho al público,
pues corrían innumerables rumores acerca de la naturaleza de su
enfermedad y de su abrupta desaparición de la escena pública.
Haberme enterado de su enfermedad me enfrentó a un verdadero dilema,
pues se trataba, después de todo, del gran algo de su vida en ese
momento. Pero a la vez me había dado un extraordinario grado de
acceso personal a él y a su familia durante un extenso período
de tiempo, y yo no quería traicionar su deseo de mantener en privado
un asunto tan delicado y personal como ése. Y tampoco quería
hacer de su enfermedad el eje de mi perfil, que debía ser, supuestamente,
un retrato de su vida entera. Por fortuna para mí, la familia de
Gabo reveló públicamente su enfermedad poco antes de que
yo completara mi perfil, lo cual me permitió enfocar el retrato
en las otras verdades de Gabo y no simplemente en la verdad de su cáncer.
Al final, Gabo me ayudó a obtener la narrativa
dramática que necesitaba para escribir su perfil. Entendió
mi particular interés en su eterna fascinación con el poder
político y en su rol como diplomático y emisario secreto
entre varios grupos guerrilleros y los gobiernos de Colombia, Cuba y otros
países. Aunque me ocultó varias cosas (a menudo protestaba
en broma ante mis preguntas: "¡Tengo que dejar algo para mis
memorias!"), Gabo me permitió entrever aspectos valiosos acerca
de este lado de su personalidad. Por ejemplo, un día, en Bogotá,
me llamó por teléfono para pedirme que llegara a su casa
un poco más tarde de lo previsto, debido a que el presidente Andrés
Pastrana y Felipe González irían a visitarlo. Cuando llegué,
Gabo no reveló el tema de sus conversaciones, pero hizo evidente
que se encontraba en medio de las problemáticas negociaciones entre
Pastrana y las guerrillas colombianas.
Otra noche, estábamos sentados en el salón
de su casa cuando nos interrumpió una serie de llamadas de Jorge
Ritter, el entonces ministro de Exteriores de Panamá. Ritter lo
mantenía al tanto, momento a momento, de los resultados de la votación
presidencial que se había llevado a cabo ese día. Gabo anunciaba
los resultados mientras escuchaba, yo los escribía, y luego verificábamos
que coincidieran. Gabo esperaba que la victoria fuera para Martín
Torrijos, el hijo de su difunto amigo Omar, pero, a medida que avanzaba
la tarde, se hacía claro que Martín había perdido.
No obstante, la ocasión llevó a una maravillosa sesión
de historias acerca de los momentos que Gabo había pasado con Torrijos
y de sus primeros esfuerzos por establecer una negociación entre
las guerrillas y los gobiernos latinoamericanos.
Una mañana, Gabo me llevó a una ceremonia
que tenía lugar en el centro de Bogotá, en la cual el presidente
Pastrana y él mismo debían pronunciar sendos discursos.
Me recogió en mi hotel en su automóvil blindado. Al volante
estaba su veterano conductor y guardaespaldas, Don Chepe, un antiguo guerrillero.
Otro automóvil nos seguía de cerca. Estaba lleno de agentes
del servicio secreto colombiano que tenían órdenes presidenciales
de proteger a Gabo. De camino al centro, Gabo me dijo que no se sentía
bien, que no había podido dormir la noche anterior. No lo sabía
entonces, pero comenzaba a sentir los primeros síntomas de su cáncer
linfático. Durante el trayecto miré por las ventanas del
automóvil a prueba de bombas y llegué, muy brevemente, a
experimentar su país como lo hacía Gabo. Aquella excursión
me proporcionó el escenario dramático que necesitaba para
situar a Gabo en la Colombia actual y resultó ser, en última
instancia, el punto de partida de mi perfil sobre él.
Otra epifanía ocurrida durante mi reportaje sobre
Gabo tuvo lugar el día en que visité, en Cartagena de Indias,
su gran casa frente al mar. Encontré a un policía que montaba
guardia frente a las paredes de la casa. Justo en frente del policía,
colgada de la pared exterior, había una jaula para pájaros,
y dentro de ella una solitaria papayera, un pájaro comedor de papaya
que existe en esa zona. Le pregunté al policía acerca del
pájaro y contestó, de manera más bien reverencial,
que pertenecía al Maestro Gabriel García Márquez
y que él, el policía, cuidaba del pájaro todo el
tiempo. Si se dejara sola a la papayera, dijo, no estaría a salvo
ni siquiera dentro de su jaula de unas predadoras despiadadas:
las maría mulatas, un tipo de cuervos que abunda en Cartagena.
Cerca de un mes más tarde, cuando Gabo había
sucumbido a su enfermedad y estaba recluido y recibiendo tratamiento médico,
regresé a Colombia. Nos vimos un par de veces. Durante uno de esos
encuentros, yo intentaba aguijonear a Gabo para conseguir que me revelara
algo más acerca de sí mismo. Me miró sonriendo y,
en un tono de reproche amigable o paternal, me dijo: "Pero si ya
tienes la historia, ¿todavía no te das cuenta?"
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