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mayo 2001
Nº 77

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¿Por qué Hitler?
Mihály Dés

Hitler es, acaso, el personaje más negativo de la Historia. A raíz de la publicación de tres libros sobre él y varios ensayos sobre el fascismo y el Holocausto, este artículo indaga en la relación entre Hitler y el genocidio nazi. ¿Fueron estas dos monstruosidades producto de un peculiar contexto social y político de la época o se trata de algo más profundo y perenne?

Treinta días antes de llegar al poder, el aspirante a canciller Adolf Hitler estaba al borde del hundimiento. En las elecciones de noviembre del 32, las últimas libres, los nazis obtuvieron dos millones de votos menos que cuatro meses antes. Más de dos tercios de los alemanes votaron contra el nacionalsocialismo, entre otras cosas, porque después de la brutal depresión del 29, la gran aliada de Hitler, la economía alemana empezó a reactivarse. Con el 31 % de los votos a sus espaldas seguían siendo la primera fuerza política, pero la pérdida del 10 % de sus votantes fue una señal más que alarmante, sobre todo, porque según todos los indicios el descensco parecía imparable. Además, el partido nazi estaba en bancarrota y atravesaba una crisis interna que se anunciaba definitiva. La moral de su militantes se resquebrajaba y se sucedían las dimisiones, la desbandada y los signos de rebelión. La política hitleriana de jugar el todo por la nada y no aceptar el cargo de vicecanciller no dio resultados y el Führer parecía ir en camino de volver a las tinieblas del inicio de su carrera. El colapso se presentaba tan inevitable que llegó a pensar en suicidarse. Circunstancias ajenas a él impedieron madurar esta ocurrencia feliz.

Treinta días antes de su suicidio real acometido el 30 de abril de 1945 ­con el país destruido, el ejército derrotado y los rusos rodeando la capital­, en su búnker berlinés Adolf Hitler todavía estaba convencido de su victoria y estaba preparando el definitivo contragolpe militar. La verdad es que tenía razones para confiar en su buena estrella.

Por una parte, el examen escrupuloso de sus dos horóscopos (de 1918 y 1933, respectivamente) reveló "una serie de victorias hasta 1941, y más tarde un gran número de derrotas que culminaban en los mayores desastres durante los primeros meses de 1945, especialmente en la primera quincena de abril. Más tarde se produciría una sorprendente victoria en la segunda mitad de abril...", según cita Hugh Trevor-Roper el diario del conde Lutz Schwerin von Krosigk, el político alemán con mayor capacidad de supervivencia, ministro ya desde antes del 33.

Por otra parte, Hitler tenía a mano una referencia histórica muy esperanzadora: en una situación militar desesperante, Frederico el Grande encontró una salida providencial. El mismo Goebbels leía a su Caudillo la instructiva historia en la versión de Carlyle. En el momento de máxima tensión que suele preceder la derrota final, el eminente historiador romántico interrumpió los acontecimientos: "¡Valiente rey! ¡Aguarda un poco aún, y pasarán los días de tu sufrimiento! ¡Ya el sol de tu buena fortuna se abre paso por entre las nubes y pronto verás sus rayos!" Según Goebbels, citado otra vez por Trevor-Roper, al escuchar este pasaje "las lágrimas afluyeron a los ojos del Führer", cuya extraordinaria capacidad de conmocionarse consigo mismo refuta su imagen de persona insensible.

Como es harto conocido, las premoniciones de Hitler fueron infalibles y esta vez también ocurrió lo previsto. Pocos días después murió Roosevelt y, al escuchar la noticia, los líderes nazis de repente sintieron "el susurro de las alas del Ángel de la Historia" (von Krosigk dixit). La victoria estaba asegurada.

No se trata de despachar irónicamente el nazismo. Ya lo hicieron muchos de sus contemporáneos y pagaron carísimo su ligereza. Tampoco se trata de revivar el estéril debate sobre el estado mental de Hitler. El líder del nazionalsocialismo alemán pudo ser un mediocre (y en muchos aspectos lo fue), ciertamente fue también un paranoico narcisista, una nulidad moral, un psicópata, pero la cuestión no es ésta, sino cómo semejante personaje pudo llegar a tener medio mundo a sus pies. Por una regla de tres, la respuesta no hay que buscarla en él.

Sobre esa Alemania que hizo posible a Hitler y esa Europa que se le entregó, la lectura más melancólica entre los estudios últimamente aparecidos la ofrece La Europa negra de Mark Mazower. El joven historiador inglés ilumina brillantemente pero con demasiado empeño el lado oscuro del continente. No es que haya mucho que salvar en nuestra historia moderna, pero la insistencia en su esencia autoritaria, en su raquitismo democrático y en el furor nacionalista encubren la novedad radical que significaron los totalitarismos y, particularmente, el nazismo alemán.

La singularidad del movimiento fascista germano no consiste en el alto grado de disciplina, la tradición de la obediencia ciega o la gran capacidad de organización que, naturalmente, le otorgan su color local y acento vernáculo. La auténtica particularidad del nazismo se le debe a Hitler que, a su vez, le debe a la Alemania de entreguerras su realización como personaje histórico.

Para saber cómo era esa Alemania que, después de largas pero confusas reticencias se subyugó ante Hitler y su movimiento milenarista, nada mejor que la magna y magnífica obra de Ian Kershaw, que presta especial atención al contexto político y social. A las increíbles circunstancias, por ejemplo, que hicieron posible que un popular pero desacreditado político en declive pudiese acceder al poder.

Tal vez éste constituye el episodio más impresionante en la carrera de Hitler, y llama la atención que ésta vez ni siquiera él es el verdadero protagonista, sino una clase política irresponsable, miope, corrupta, mediocre y egoísta, especie social que abunda también fuera del ámbito germánico. "En realidad, Hitler no se hizo con el poder; le fue entregado", afirma Henry Ashby Turner en su apasionante y perturbador A treinta días del poder. Ciertamente, hacían falta grandes esfuerzos y aún mayores canalladas, intrigas palaciegas e ignorancia política, soberbia y, sobre todo, una feroz sed de poder para que la derecha tradicional alemana (con la indirecta pero activa colaboración de los comunistas) pudiese cometer el suicidio colectivo de colocar en el puesto del canciller al hombre que, en principio, todos querían evitar.

"Sabemos el final de esta historia", escribe Antonio Muñoz Molina en el prólogo al libro de Ashby Turner, pero "nos rebelamos contra el pasado [] y deseamos con todas nuestras fuerzas que la cadena de fatalidades y la idiotez se rompa, y llegamos al desenlace con una sensación de derrota inconsolable, con todo el pánico por el espanto que está a punto de empezar." Efectivamente, pocas lecturas hay más hipnóticas como ésta, y pocas más actuales. Ahí, en esta horrible historia pacífica, y no en la personalidad extrema de Hitler, se encuentra una de las claves de nuestra normalidad. Lo que él aporta a continuación es mucho más difícil de definir, contextualizar o interpretar. "Ningún modelo histórico o social y psicológico propuesto hasta ahora, ninguna psicopatología de la conducta de las masas, de las enfermedades psíquicas de líderes individuales asesinos, ningún diágnostico de una histeria planificada explica ciertos rasgos salientes del problema", dice Steiner. Evidentemente, está hablando del Holocausto, la gran contribución de Hitler a la causa fascista.

 

Tres leyendas

Afirmar que el origen del mayor crimen de la humanidad se encuentra en una sola persona puede parecer un reduccionismo peligroso, aún cuando muchos expertos piensan que sin Hitler el Holocausto no hubiera tenido lugar. Pero entre los númerosos líderes de poder ilimitado de la época sólo él dio prioridad absoluta, incluso a detrimento de sus intereses políticos, a una irracional obsesión personal: su patológico antisemitismo. En cambio, Stalin, otro dictador paranoico que convirtió en política de Estado el genocido, obraba para reforzar su propio poder.

Existen tres leyendas persistentes acerca de la figura de Hitler. La primera ­que no se suicidió en su búnker sino que huyó a algún lugar exótico donde alcanzara una edad avanzada­, no tiene ninguna base real ni sentido alguno. Su suicidio, como lo demuestra Trevor-Roper, está ampliamante documentado y es consecuencia lógica de su personalidad.

La segunda leyenda afirma que fue colocado en el poder por el Gran Capital para erradicar la izquierda marxista. Todo especialista en el tema que maneja documentación y no prejuicios ideológicos coincide en que, salvo contadas excepciones (una de ellas, un banquero con un abuelo judío) la élite económica y financiera desconfiaba de Hitler, con quien, una vez en el poder, desarrollaban, sin embargo, una inmejorable colaboración. Y no sólo los grandes empresarios alemanes. Conocida es la colaboración de empresas norteamericanas con la industria nazi (la Ford, por ejemplo), y ahora una devastadora investigación periodística (IBM y el Holocausto) va más allá y demuestra la participación de la emblemática firma estadounidense en la identificación y control automatizado, especie de fichaje informático, de las víctimas.

Finalmente, persiste la idea que el antijudaísmo virulento de Hitler servía a fines propagandísticos. Es cierto que Alemania era un país de arraigado, extensivo y activo antisemitismo. Pero no más que muchos otros países europeos. También es cierto que Hitler logró grandes éxitos de público con sus encendidos discursos contra los judíos. Pero sólo entre los oyentes predispuestos. Los recientes estudios demuestran que, incluso entre los nazis, el antisemitismo figuraba como un asunto de segundo orden. Por eso, cuando después del fracasado putsch de 1923 Hitler comprendió que sólo por vía parlamentaria podía llegar al poder, moderó su tono en cuestiones judías y, según dónde, cuidó mucho de no parecer lo que era: un racista fanático que ya desde su Mein kampf coqueteaba con la idea de la eliminación de los judíos. La idea llegó a articularse sobre la marcha, en el año 1941, cuando a causa de las conquistas territoriales millones de judíos de Europa del Este devinieron súbditos del Tercer Reich.

Sea el Holocausto un accidente de nuestra civilización, una terrible excepción, como afirman muchos, sea una consecuencia perversa, extrema pero, en definitiva, lógica de la evolución de Occidente, como sostienen otros (el magnífico libro de Enzo Traverso, La historia desgarrada, repasa las premoniciones, perplejidades e interpretaciones de los intelectuales más sensibles ante el fenómeno), el caso es que sucedió en el seno de nuestra cultura, en socidades estructuralmente muy parecidas a las actuales. Por eso, no se puede delimitar su trascendencia al ámbito judío a la que, de manera obvia, principalmente pertenece. Si hay algo que caracteriza el Holocausto es su universalidad. Entre las víctimas, judíos o no, estaban representadas todas las naciones de Europa, y todas esas naciones, fuesen sometidas o aliadas, colaboraban por acción o por omisión en el genocidio más inexplicable y, por tanto, más necesitado de explicación

 

Hitler quería ser derrotado

Si la patológica personalidad de Hitler aporta la singularidad del fascismo alemán, la singularidad del Holocausto consiste en su absoluto sinsentido, incluso desde el punto de vista nazi. No les aportaba ninguna ventaja económica ni militar, más bien al contrario, y, en última instancia, fue la causa de la extensión de la guerra a toda Europa, ya que en la cabeza del Führer tanto la Rusia bolchevique, como la Occidente plutócrata fueron creadas y dirigidas por la judería internacional. Por eso es que varios investigadores interpretan la Segunda Guerra Mundial como una guerra contra los judíos. Por tanto, si el líder nazi no hubiera sometido el destino de Alemania a su obsesión antisemita, posiblemente hubiese podido gobernar hasta una edad muy avanzada. Pero no pudo actuar de otra manera. "Arriesgo una conjetura ­escribe Borges casi un año antes del suicidio­: Hitler quiere ser derrotado".

Sin el Holocausto Hitler no sería esa máxima referencia histórica cuya siniestra grandeza e inquietante actualidad eclipsa la fama de cualquier líder, soberano o guerrero. Hay algo terriblemente desalentador en el hecho de que un retorcido pequeño burgués austriaco con ambiciones artísticas de marcado gusto kitsch pudiese convertirse en la encarnación de lo Absoluto, aunque sea en el sentido negativo, en este mundo abandonado por el arbitrario y celoso Dios de la Biblia. Si esto (el Holocausto, Hitler) pudo suceder, si el azar que es una sola persona pudo hacer este daño al mundo, entonces hay una fatal necesidad en su puesta en escena y nosotros seguimos estando en grave peligro.

 

Henry Ashby Turner: A treinta días del poder

(Edhasa, Barcelona, 2000, 358 págs.)

Ian Kershaw: Hitler, I-II

(Península, Barcelona, 2000, 773 y 1069 págs.)

Mark Mazower: La Europa negra.

(Ediciones B, Barcelona, 2001, 540 págs.)

Enzo Traverso: La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales

(Herder, Barcelona, 2000, 253 págs.)

Hugh Trevor-Roper: Los últimos días de Hitler

(Alba, Barcelona, 2000, 367 págs.

Ángel Viñas: Franco, Hitler y el estallido de la Guerra Civil

(Alianza, Madrid, 2001, 590 págs.)